Hoy toca...
La leyenda del árbol de Navidad
Era Nochebuena. Había nevado todo el día, pero por la tarde, la nieve había cesado de caer y el cielo estaba lleno de estrellas. Un leñador volvía a su casa, atravesando el bosque. Se le había hecho tarde y la noche lo había sorprendido en el bosque. El hombre se detuvo un momento para descansar un poco. Alzó los ojos y vio ante sí un pequeño abeto que se alzaba al cielo. Miles de estrellitas parecían estar posadas en sus ramas, como si estuviera cubierto de hilitos de plata. Ante aquella escena inesperada, el leñador quedó maravillado.Tras cortar el abeto, se lo llevó a casa, donde lo esperaban su mujer y sus dos hijitos. Como por milagro, las estrellitas se habían quedado sobre las ramas del árbol. Durante toda la Nochebuena la casa del leñador quedó iluminada por el pequeño abeto reluciente.
La pequeña vendedora de fósforos.
¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta... Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron!
Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes, que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad.
Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos. Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío.
En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero chelín; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla!
Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello. En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo.
Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas.
Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa.
Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.
Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a ésta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana.
Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared.
Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante.
Millares de velitas, ardían en las ramas verdes, y de éstas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo.
Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.
- Alguien se está muriendo- pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho-:
- Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.
Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.
-¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad.
Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. N
unca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.
Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo.
La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus fósforos, un paquetito de los cuales aparecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente.
Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.
FIN
El cocinero de Nochebuena.
Este cuento relata la historia de un cocinero que tenía que preparar una deliciosa y sabrosa cena de Nochebuena. Siempre se le ocurrían ideas brillantes, pero había trabajado tanto los meses anteriores que no estaba nada inspirado, perdió su imaginación en un momento tan importante del año.
Se pasaba el día ideando menús navideños, pero ninguno de ellos lograba satisfacerle. Y entre menú y menú desechado, llegó la víspera de Navidad. Tan cansado estaba el cocinero, que se quedó profundamente dormido en la mesa de la cocina rodeado de libros y cuadernos de recetas.
En sueños, se vio a sí mismo convertido en Papá Noel, con un abultado saco al hombro y viajando a bordo de un trineo que se deslizaba tirado por una fuerza invisible, sin ciervos ni renos. No sabía hacia donde se dirigía pero parecía que el trineo sí sabía cuál era su lugar de destino.
Finalmente, el trineo se detuvo ante la puerta de una rústica casita en el bosque, de cuya chimenea escapaba un inmaculado y cálido humo blanco. Llamó a la puerta y ésta se abrió inmediatamente, pero nadie apareció tras ella. El cocinero entró y se encontró un salón con decorado navideño, lo que le provocó una profunda y tierna sensación hogareña.
Allí había una chimenea encendida que iluminaba toda la habitación con sus llamas y de ella colgaban varios calcetines que esperaban a estar llenos de regalos. En el centro del comedor había una acogedora mesa, con velas encendidas y con todo dispuesto para ser cubierta con ricos manjares. En la casita no había nadie pero, sin embargo, se sentía acompañado por presencias invisibles.
Depositó el saco en el suelo y empezó a latir su corazón a gran velocidad y a temblarle las manos mientras abría la bolsa que no sabía lo que contenía sentado en una mullida butaca junto a la chimenea. Lo primero que apareció fue una bella sopera con una reconfortante sopa de crema, hecha con una gallina entera, aderezada con unos diminutos dados de su pechuga.
Levantó la tapa y una oleada de vapor repleto de aromas empañó sus gafas. Después, un dorado y casi líquido queso Camembert hecho al horno, con aromas de ajo y vino blanco, acompañado de un crujiente pan hizo que su boca se llenara de agua; hundió la nariz en él y lo depositó sobre la mesa.
Su tercer hallazgo fue una pierna de cerdo rellena con ciruelas pasas y beicon ahumado que venía acompañada de un sinfín de guarniciones, cada cual más apetitosas: cremoso puré de patata aromatizado con aceite de ajo y con mostaza, salsas agridulces y chutneys irresistibles, compota de manzana con vinagre y miel... ¡de ensueño!.
Dispuso la inmensa fuente en el centro de la mesa y aspiró los intensos aromas que aquella sinfonía de contrastes culinarios le ofrecía. En un rincón del salón, reparó en una mesita auxiliar dispuesta para los postres y allí colocó un crujiente strudel de manzana y nueces y una espectacular anguila de mazapán, una dulcera de cristal que albergaba una deliciosa compota de Navidad al Oporto y un insólito helado de polvorones.
Apenas podía creer lo que estaba sucediendo, se sentía embargado por la emoción. El menú tocaba a su fin y comprendió que era hora de abandonar aquella cálida casita, para dejar que sus moradores disfrutaran en la intimidad de las exquisitas viandas que había traído en su saco.
Pensó que los manjares se enfriarían si no lo hacían pronto, pero comprendió que el calor, material y espiritual, que invadía todos y cada uno de los rincones de la estancia se encargaría de mantenerlos a la temperatura adecuada. Como toque final a su visita, llenó los calcetines de la chimenea con figuritas de mazapán, polvorones y turrones, que sin duda harían las delicias de los niños... y de los menos niños.
Le despertó el borboteo de un caldo que había dejado en el fuego y que amenazaba con desbordar el puchero. Era ya de madrugada, pero aún tenía tiempo de ponerse manos a la obra y elaborar el menú de la casita del bosque. La fuerza invisible que guiaba el trineo no era otra cosa que el amor que el cocinero sentía por el mundo de la cocina.
FIN
Esos son todos los cuentos y leyenda que les traigo! Espero que alguno les haya gustado :)
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